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Bibliografia Iberica
Primera: «Almansa, ciudad del Reino de Murcia en el partido de Villena, perteneció a la región de los Bastitanos. No se sabe el nombre que tenía entonces. La reedificaron los moros y dicen que la llamaron Meca. Entre las ruinas árabes que conserva se ven otras romanas de silos, cisternas, de una torre que se acabó de destruir siglo y medio hace y de un muro de piedra. Se encontraron en ella no ha mucho tiempo monedas de Commodo, Licinio y otros Emperadores.» Segunda: «Cofrontes, villa del Reino de Valencia y cabeza de partido cerca de la confluencia de los ríos Júcar y Cabriel. Se llamó en los antiguo Confluentum o Confluentia, cuando pertenecía a la región de los bastianos. En su término se hallaron lápidas con inscripciones romanas, como también en el de Ayora, su confinante, y muchos más en la cumbre de una montaña inmediata, con vestigios de antigua población, silos y aljibes de cuatro varas de largo cada uno, con un muro de piedra que tiene de alto más de tres estados de hombre y la ruina de una torre. Véase Maca.» Tercera: «MECA. Monte que divide el Reino de Murcia del de Valencia, extendiéndose desde Norte a Sur y engrosándose hacia Poniente, para formar lo que llaman Mugrón de Almansa. Conserva rastros de un canal o camino que comienza en terceras partes de la altura del monte y siguen hasta su cumbre. Tiene 400 varas y más de doce de profundidad, contando los excavados en peña viva. En lo más alto del monte se ven los vestigios de una población antigua, 40 aljibes de piedra, los más de 20 pies de largo y los menos de 60, muchas ruinas de muros sillares y ruinas de paredes que forman calles y se extienden un cuarto de legua. Entre estas ruinas se encuentran fragmentos de ollas, cántaros y platos de barro rojo, fino, terso y duro, pintados de diferentes colores y dibujos, y monedas celtibéricas y romanas. » Desde lo alto de esta acrópolis se disfruta de una vista admirable, que recuerda la de ciertas alturas de la Ponille de Lucera, por ejemplo, que he visitado antes en busca de monumentos normandos. Bastas llanuras se extienden a nuestros pies, a lo lejos el guía señala una roca circular, desde aquí nos parecen sillas talladas. ¿Será algún monumento prehistórico? A nuestro alrededor se percibe distintamente el trazado de una ciudad antigua, el lugar de las calles, de las casas y más de cien cisternas grandes y pequeñas, talladas en las rocas y cegadas en parte en donde podría excavarse. Descendimos por un camino hundido en la roca. Objetos encontrados en la Meca existen, según me han dicho después, en poder de particulares de Almansa; pero no tengo sobre este punto indicaciones exactas.» «Meca, cadena que separa el Reino de Murcia del de Vallencia, extendiéndose al Norte y al Sur y desarrollándose hacia Poniente, para formar lo que llaman El Mugrón de Almansa. Conserva los restos de un canal o camino hondo, que empieza en el tercio de la altura de la montaña y sigue hasta la cúspide. Ese camino tiene 400 varas de largo y más de 12 de profundidad, de las cuales 10 a través de la roca viva. En la parte más elevada se ven los vestigios de una ciudad antigua, 40 cisternas de piedra, las más largas de 30 pies, las más pequeñas de 20, muchas ruinas de muros, piedras talladas y fragmentos de paredes que forman calles sobre una extensión de un cuarto de legua. Entre esas ruinas se encuentran fragmentos de botijas, cántaras y platos de tierra fina roja, reluciente y dura, pintada de diferentes colores, adornadas de dibujos, así como monedas celtíberas y romanas.» Esta vez los informes de Ceán Bermúdez son exactos, salvo en el punto de que las ruinas que ha descrito y que llevan aún el nombre de Meca están situadas en la cadena de Ayora y no en el Mugrón de Almansa, que está separado de la cadena procedente por una fuerte depresión, donde está paralelamente el ferrocarril de Chinchilla a Almansa, corre un arroyo que alimenta el depósito de agua de riego de esta última problación. En Febrero de 1891, D. Arturo Engel, cuando visitó la región de Almansa para hacer su cuenta sobre las antigüedades del Cerro de los Santos, visitó el Castellar de Mecca. «Es, dice, de difícil acceso y se precisa un guía. Desde lo alto de esta acrópolis se disfruta un panorama admirable que recuerda el que se tiene desde algunas alturas de la Pouille, de Lucerna, por ejemplo: bastas llanuras se extienden a nuestros pies; a lo lejos el guía muestra una roca circular en la cual parece verse señales talladas. ¿Será algún monumento prehistórico? Alrededor de nosotros se nota distintamente el trazado de una ciudad antigua, la plaza, las calles, casas y más de cien cisternas grandes y pequeñas, talladas en la roca, cegadas en parte, y donde hay lugar de practicar excavaciones. Volvimos a bajar por un camino hondo, cortado en la espesura de la roca.» (A. Engel. Informe sobre una misión arqueológica en España. Nuevo archivo de misiones, III, 1892, pág. 183, 75 de la tirada aparte.) Esas descripciones, tanto como la vista de algunos objetos traídos por D. Pascual Serrano, me decidieron a hacer el viaje. No me he arrepentido de ello, así como tampoco de la estancia de media semana que hice en Agosto de 1899. No es posible figurarse ruinas más salvajemente pintorescas que Meca. Después de más de tres horas de laberintos temibles a través de los campos pedregosos y de los caminos que de las rodadas hacen más incómodos que los campos mismos, se llega al borde extremo de la llanura ardiente de Alpera, al lado de la gigantesca y fantástica espuela de roca cortada a pico que soportaba la ciudad. (Estación de ferrocarril entre Bonete y Almansa, pueblo grande, limpio y rico, donde hay muchos recuerdos para el viajero. Ceán Bermúdez, Sumario de las antigüedades romanas que hay en España, página 48, dice que hay viejas murallas y los restos de una fortaleza donde se han encontrado monedas. No queda actualmente ninguna traza de ruinas en Alpera.) Entonces hay que subir serpenteando la pendiente empinada, entre los escombros, hasta la profunda Gruta del Rey Moro, y la gruta más accesible de los franceses. (Ese nombre ha sido dado a la gruta porque mi compañero de viaje, Mr. Pierre Wals, y yo habíamos establecido allí nuestro campamento.) Después, encima de esas grutas salvajes, por medio de agujeros formando escaleras en la parte vertical de la peña, se escala el monte hasta la larga esplanada que la corona. (En el día se puede subir fácilmente por una escalera que se ha tallado por orden de los propietarios de esas ruinas.---Nota de J. ZUAZO.) Hace falta para esta ascensión, un poco peligrosa, un pie seguro, un corazón poco sensible al vértigo, pues la cortadura del promontorio es brutal y poco a poco, a medida que se sube, el suelo de la llanura desciende en un alejamiento profundo. Pero cuando se ha vencido la altura, que la mirada, un instante parada sobre las ruinas dispersas, se vuelve y cierne hasta lo infinito del horizonte, se olvida la pena para absorberse en la contemplación del admirable panorama. Hasta la línea lejana de las Muelas de Carcelén, a más de 200 metros de profundidad, la vista se extravía sobre la campiña plana, donde sólo hacen una mancha blanca y verde el pueblo y la huerta de Alpera. Nada más que una larga línea estrecha, un surco de una rectitud impecable, obra de arte de un labrador artista, viene a cortar la monotonía de los barbechos, en la soledad que el sol inflama y el silencio oprime, los raros cortijos confunden sus casas amarillas con el ocre tostado del suelo; nada se eleva de esa inmensidad triste, ni color, ni humo, ni ruido que recuerde la vida de los hombres. Pero sobre los flancos de la acrópolis, manantiales frescos entretienen la hierba y las flores armáticas entre los enebros, los cipreses y los pinos; y sobre la larga plataforma, entre las ruinas donde las perdices cantan a ratos, triscan al sol de fuego rebaños de corderos que cortan el césped ansiosamente, bajo la guarda de un pastor medio salvaje. Seguramente que esas compañías de turistas que a grandes gastos y con duras fatigas van a paéses muy lejanos a buscar paisajes nuevos e impresiones vivas de la naturaleza, no han contemplado jamás un cuadro más grandioso ni gustado el deleite grave de esas ruinas potentes y pintorescas olvidadas en una comarca desconocida, ahogadas en una luz deslumbrante en la cima de rocas vertiginosas. Todo lo que había notado Ceán Bermúdez, las calles bordeadas de ruinas de casas, las anchas y profundas cisternas talladas en plena roca, el camino profundo que baja serpenteando el flanco oriental del monte. Me extraña solamente que no haya notado la importante ruina que existe aún en el punto donde el promontorio se hunde por un itsmo estrecho a la masa de la cadena montañosa; es una especie de bastión protegiendo una puerta y defendiendo sobre todo el único punto donde la acrópolis no es inaccesible. Como en tiempo de Ceán Bermúdez el suelo está plagado de millares y millares de cascos de todas formas, de todos tamaños y de todas épocas. Todas las series de las cuales he recogido ejemplares en Amarejo se encuentran en Meca, con más abundancia aún. Pero mientras que en Amarejo los más recientes ejemplares son de la época romana, en Meca, como el nombre mismo permitía esperarlo, hay mucho de cerámica árabe, hasta restos de platos de loza con reflejos metálicos, de los que se ha convenido llamar hispanomoriscos. (Sería muy interesante buscar en la literatura hisponoárabe si existe algún documento relativo a Meca. Un colono de la vecindad me ha contado que hace bastantes años un hombre bien vestido a la moda marroquí había venido sólo a visitar la acrópolis; allí se había pasado mucho tiempo, había leído y releído numerosos pasajes de un libro viejo y se había marchado después de largas oraciones. No sé si se trata de un hecho cierto o de una leyenda, pues he oído en otros sitios relatos casi análogos.) Los incesantes passeos que he hecho sobre toda la extensión de la acrópolis, las excavaciones que he ejecutado durante varios días en algunas cisternas, en algunas casas y en todos los sitios donde me parecía haber una capa suficiente de humos, me ha permitido manejar algunos metros cúbicos de fragmentos de cerámica, entre los cuales he recogido los que me parecieron más interesantes; entre ellos un gran número he traído al Museo del Louvre con los de Almadrejo; son de los más instructivos y de los más nuevos. Pero por todas partes he tenido la sorpresa mezclada con algo de decepción, de no encontrar más que fragmentos de pequeñas dimensiones, como si los vasos fuera de servicio hubieran sido sistemáticamente machacados o, por decirlo así, triturados. Parece como si en la época en que esta ciudad ha dejado de existir, quizás después de algún cataclismo de la Naturaleza, los habitantes, antes de dejar sus hogares, se hubieran complacido en reducir a migajas toda su vajilla. Pero la hipótesis no es muy satisfactoria, pues no explicaría más que la destrucción de la alfarería más reciente, la hispanomorisca, mientras que la destrucción se ha extendido a todas las series; ni una sola vez, ni aun en las cisternas, he tenido ocasión de notar que los cascos estuviesen dispuestos por capas cronológicas. Es un desparramamiento confuso, una mezcla desordenada, tanto en la superficie del suelo como en la capa de la tierra, poco espesa, por cierto. Existe ahí un problema del cual no entreveo la solución. Hay que notar como un hecho muy original la enorme cantidad de cascos que en la antigüedad misma han sido groseramente redondeados en forma de tejos planos. Los hay de tamaños muy variables; los unos formados de restos de vasos comunes, de dos o tres centímetros de grueso y siete u ocho de ancho, y otros muy delgados, tallados, de alfarería fina, que tienen dos o tres centímetros de diámetro a lo sumo. Me he preguntado cuál podría ser el uso de esos tejos, uso que nada de lo que observaba a mi alrededor me explicaba. D. Pascual Serrano tiene una gran costumbre de buscar en el subsuelo de su país; no me ha podido dar su solución. Pero D. Pedro Ibarra de Elche me dijo que había encontrado a menudo en Alcudia de Ilici ánforas y otros recipientes de cuello estrecho, a las cuales semejantes rodelas servían de tapones; se cubría la boca del vaso con una de esas placas, manteniéndose la adherencia por medio de polvos de abrótano o de cal formando como un capuchón. Esta costumbre parece haber estado muy extendida; las excavaciones de Osuna nos han demostrado a Mr. Arthur Engel y a mí que había, por su ejemplo, penetrado en Andalucía.»
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